domingo, 17 de abril de 2011

El sábado pasado por la tarde


Ayer mi abuela me acompañó hasta la pasarela que cruza la carretera de Colmenar, para que no me perdiera. Mi abuelo, que insistía en que iba a atravesar las vías del tren, unas que existen sólo en su fantasía de un mundo mejor que está a punto de acabar, tuvo que sentarse en un banco a mitad de camino. Ahí fue cuando mi abuela y yo recuperamos el paso.

Anduvimos por un sendero de tierra muy estrecho, pegado a las pistas de tenis y a la piscina todavía cerrada, con el sol cayendo sobre el horizonte en una vertical perfecta que ablandaba nuestros ojos. Cuando llegamos al final del camino y tuve que seguir sola, mi abuela me abrazó muy fuerte, como si me fuera a la guerra, y agitó la mano hasta que se le cansó el brazo y decidió darse la vuelta para volver a casa, tan repentinamente, que me pareció que de cuajo, a mi abuela se le había olvidado que era abuela, y a su mano agitada que poseía un brazo.

Atravesé el puente y seguí buscándola con la vista. Conseguí encontrar un pegote del color de su chaqueta que se fundía despacio con el calor de la tarde y empecé a escuchar en el aire su nombre, el mismo que empieza a lucir mi recién nacida hermana.

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